Cuando yo era pequeña, todo me parecía gigante, mi casa, mis padres, mi hermano mayor, mi camita.
Era tan pequeña, que el mundo resultaba gigante, asombroso, y no digamos el sol, la luna por las noches, y hasta las estrellas, porque como había tantas parecía que se juntaban.
Y hasta Dios me parecía enorme, grande, aunque no lo veía, pero lo imaginaba. Cuando paseaba en los atardeceres de verano por las praderas
de mi pueblo, sabía que El iba conmigo, hasta ahí bien, pero luego empezaban las dificultades, porque yo le quería ver, si él me veía, ¿por qué
no le podía ver y así de paso cantábamos un poco y nos reíamos después?.
Pero no había manera, como cuando le llamaba no aparecía, estaba mudo, inventé otra cosa: me daría la vuelta rápidamente para que no le diera
tiempo a esconderse, y zas, lo pillaría infraganti, detrás de mí. Lo intentaba varias veces y de varias formas, por la izquierda, por la derecha,
agachándome, dando un salto, no había forma. Llegué a la conclusión de que no quería que le viera, pero me llenaba de tristeza el no saber porqué.