Un hombre petiso, morocho, casi azulado. Con piernas cambotas, piel arrugada, cabello negro peinado con raya al medio. En su boca se podía observar un diente de oro grande, llamativo. Y una pipa: según decían, era un transmisor.
Su casa, un ranchito de maderas viejas, techo de tablitas, muy bajito. Con dos habitaciones. En medio, un poste, del cual colgaba una montura de caballo que jamás usaba.
El ranchito estaba sobre un cerro de piedras, bien arriba. Abajo el arroyo angosto y limpio, poco profundo, rodeado de árboles, arbustos y flores.
Hacía una curva justo en ese lugar. Se continuaba en un pequeño salto, donde siempre que salía el sol, o en noches de luna llena, se veía el arco iris.
Según contaban algunos ese arco se movía: subía, bajaba. A veces parecía que el arroyo se lo tragaba.
¡Sí! También decían que a don Juan Pipa no había que acercarse. Porque era raro. Era peligroso, cosa a la que jamás hice caso yo, encantada con sus historias y enseñanzas. Sigue leyendo